ARTÍCULOS

¡ABSALÓN, ABSALÓN!

.

Entonces el rey se turbó, y subió a la sala de la puerta, y lloró; y yendo, decía así (2 Samuel 18:33):

“--¡Hijo mío, Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de tí, Absalón, hijo mío, hijo mío!”

Esta frase cargada de tanto dolor la expresó David cuando mataron a uno de sus hijos: Absalón.

Es un relato envuelto de emoción, y es una situación muy triste, pero fue dejado en las Escrituras, para golpear sobre los corazones de todos los hombres, y dejar su mensaje.

Traigámoslo nuevamente delante de nuestros ojos, porque un lamento como ese podría repetirse sobre nuestras propias vidas. Si el nombre de Absalón se reemplazara por el nuestro, ese lamento podría ser por mí o por usted…

David fue el padre de Absalón; Dios es nuestro Padre. David lloró por su hijo. ¿Tendrá que llorar Jehová Dios por nosotros del mismo modo?

¿Llorar Dios por nosotros? ¿Por qué?

Es difícil contestar ahora esta pregunta, pues no nos damos cuenta todavías de la relación que tiene este Absalón con nuestras vidas; por lo que será mejor que primero veamos qué es lo que aquí se nos quiere mostrar, y después nos haremos la pregunta otra vez.

Entre Absalón y David existió durante muchos años una hermosa relación. Fue antes de que lo que Absalón tenía en su corazón se comenzara a manifestar. Absalón era un hijo a quien David quería bien, a quien quería mucho. Y no sólo su propia familia lo quería; a Absalón lo quería mucha gente. Físicamente era de buen parecer, y tenía mucho carisma con la gente. Muchos reconocían cuánto su padre había puesto en él. Era hijo del rey; se le notaba. Acerca de él se cuentan hechos que nos muestran a un hombre de convicciones claras, con ingenio y con personalidad. Tenía muchas probabilidades de ser el sucesor al trono.

Y como sucede con todo hombre, crecía y desarrollaba su propio carácter.

Al registrar estos acontecimientos en uno de los libros históricos de Israel, el Espíritu Santo consideró de interés que al mencionarse a Absalón, se agregara un detalle: la referencia a sus cabellos.

Dice que éste lo tenía en abundancia, y que se lo cortaba solamente una vez por año, cuando tanto pelo le comenzaba a molestar. Parece que su cabello le gustaba mucho. Es probable que la gente relacionara su personalidad junto con ese cabello, pues les sería difícil imaginar cómo sería Absalón sin él. Ese cabello largo era ya parte de su imagen delante de las demás personas.

Permitámonos ahora una libertad literaria. Identifiquemos al cabello con un aspecto de nuestras vidas: Con el crecimiento, que funciona constantemente en nosotros mientras vivimos, y que sólo se detiene al morir. El crecimiento de lo que somos. Esto es así en todo hombre, pues son las leyes de nuestra naturaleza. La vida es un crecimiento, un desarrollo, hasta el fin. Lo que somos, no está quieto ni se detiene, sino que se sigue desarrollando hasta nuestro último día.

El cabello de Absalón nació con él, éstuvo en él durante su niñez, y siempre presente, en un imperceptible pero continuo crecimiento, seguía allí cuando se hizo hombre. Absalón crecía, y ese crecimiento que se producía en su persona abarcó no sólo su aspecto físico, su fuerza o su apariencia, sino también todas las características de su alma: creció su personalidad, y su carácter se tornó más y más indiscutiblemente propio y único. Es igual con nosotros. No solamente crece nuestro cuerpo, sino que también se desarrolla lo que nosotros somos, nuestra manera de ser. Quizá sea más claro si decimos “nuestro yo”. Se desarrolla ese “yo” que somos nosotros; crece, y nos conduce a lo que hoy somos. Crecemos, y llega el día en el cual declaramos firmemente: “Yo soy así”.

Crece nuestro ser exterior y crece también todo lo que contiene nuestra alma, nuestro ser interior.

Ahora, al mencionar el ser interior, debemos detenernos. Aquí existen detalles importantes. Uno de estos detalles, es que de nuestros padres carnales hemos recibido una naturaleza que lamentablemente está teñida de pecado. Ese pecado, incorporado en los miembros que hemos recibido, nos otorga la nefasta cualidad de menospreciar a Dios y de no desear nada de lo que Él tenga para ofrecer. Por otro lado, nos mueve a luchar contra viento y marea por obtener lo que nuestro “yo” quiere. De nuestros padres carnales recibimos una naturaleza así; y ésta, desde el momento que ve la luz, comienza a crecer. Luego nos alcanza la gracia de Dios, y cuando nosotros recibimos Su Palabra, el Creador se convierte en Padre, haciendo nacer en nosotros otra naturaleza: la Suya, que nos llevará a aceptar que Su voluntad sea hecha. Esta nueva naturaleza nos hará desear estar cara a cara con Él y contemplar Su hermosura. Esta naturaleza, al ser puesta en nosotros, igualmente inicia el proceso de crecer.

Así entonces, en el ser interior conviven dos vidas: la carnal, con pecado en ella, y la celestial, con santidad.

Y las dos -al igual que todo lo demás- ¡se desarrollan!

Sí, se desarrollan,… bajo una condición. Éste es otro detalle, y aquí el cabello hace de una excelente figura: El crecimiento de estas dos naturalezas puede ser interrumpido, puede ser contenido, porque cualquiera de estas dos naturalezas crecerán solamente, y esa es la condición, si nosotros lo permitimos.

Por ley natural, el cabello debe crecer. Pero si yo no lo permito, nunca será largo. Con lo interior igualmente; tanto la naturaleza pecaminosa como la del Santo, crecerán dentro de nosotros, o no lo harán, según nosotros se lo permitamos.

En la naturaleza carnal crece el pecado igual que el cabello. No se percibe cómo ni cuando lo hace, y mientras no nos resulte pesado, convivimos con él. Siendo parte de nuestra naturaleza, no nos resulta raro convivir con nuestros pecados, como si fuesen nuestros cabellos…

Absalón permitía que su naturaleza, eso que él verdaderamente era, se desarrollara todo lo que quisiera. Hasta que se cansaba, claro. Si lo que le crecía de su propia naturaleza le pesaba mucho, entonces se lo cortaba.

Nosotros igual. Cuando algo de lo que hemos hecho en nuestra naturaleza carnal y pecaminosa nos pesa, iremos al “peluquero”. Cada tanto nos arrepenti-remos de algo, confesaremos algo, o arreglaremos algún asunto con alguien; porque este “cabello” está largo, y en la conciencia comienza a molestar. Absalón una vez por año se sacaba un montón de encima, y aliviaba su carga. Pero mientras no le molestara a él, ese cabello seguía creciendo. Generalmente nosotros, del mismo modo, dejaremos que la naturaleza siga creciendo sobre nuestras cabezas, hasta que nos empiece a molestar.

Sin embargo, la parte trágica de la historia de Absalón fue justamente, que él dejaba que creciera tanto. Ese dejar crecer causó su perdición. No solamente el cabello había dejado él que creciera. Toda su personalidad creció desmedidamente y en la dirección equivocada, y se desarrolló hasta el punto de oponerse al mismo que le había dado la vida. Se levantó contra su propio padre, el mismísimo Rey. (¡Es una copia exacta de la actitud de Lucifer, cuando se rebeló contra Dios, queriendo arrebatar el lugar del Rey!)

Como muchos cristianos de hoy, Absalón tenía la naturaleza de hijo de rey; pero menospreció o tuvo en poco la fuerza de la otra naturaleza que coexistía en él; la de hijo de la carne y del pecado. Y como con el cabello, la dejó crecer hasta que lo consumió, y lo llevó a sublevarse contra quien le había dado la vida.

Lo que consiguió este hombre por haber amado su propia cabellera y haberla dejado crecer tanto, lo cuenta la Escritura de este modo: “…iba Absalón sobre un mulo, y el mulo entró por debajo de las ramas espesas de una gran encina, y se le enredó la cabeza en la encina, y Absalón quedó suspendido entre el cielo y la tierra….

En nuestra vida podemos bosquejar a grandes rasgos lo que haremos hoy o mañana. “Iremos para acá, haremos esto, diremos aquello”, pero nunca sabremos con certeza cual senda utilizará nuestro mulo, ni por dónde pisaran sus patas. El camino exacto por el cual pasará el mulo de las circunstancias de nuestra vida nos es desconocido.

¿Y si somos de los que permiten que el cabello (léase “naturaleza pecaminosa”) les crezca, y luego resulta que éste se nos enreda en alguna rama espesa (léase “tentación”) dejándonos suspendidos entre el cielo y la tierra?

Tres flechas directas al corazón acabaron con Absalón. Esas flechas no las había ordenado su padre. Todo lo contrario. David había dado orden expresa de que su vida no fuese tocada. Sin embargo, Absalón fue atravesado.

¿Quién lo mató? Lo sabemos del relato. Más realmente fue Absalón quien buscó su propia muerte. Fue otro el que le quitó aquella vida que había recibido de su padre, pero Absalón solo fue responsable de lo que le ocurrió, porque a su debido tiempo no cortó con lo que era necesario cortar. Porque convivió con mucha cantidad de su cabello. Porque se sentía bien con esa naturaleza encima. El cabello largo es solamente una figura. Pero es figura de las actitudes pecaminosas de su naturaleza carnal, las cuales él dejó crecer; porque en su opinión -¡y también en la de muchos otros!- eran buenas, normales, naturales.

¡Qué curiosas y a la vez poéticas, estas palabras de la Escritura! quedó suspendido entre el cielo y la tierra…. Esto es exactamente lo que sucede con muchos cristianos hoy.

Porque dejan que la figura del cabello trascienda los límites de la peluquería y afecte al alma y al corazón. Viven cerca del peligro. Algunos no dejan de ser cristianos, pero no interrumpen el crecimiento de la naturaleza carnal. Dejan que esa naturaleza pecaminosa siga su curso, y luego, queriendo o sin querer, obligados o fortuitamente, pasan rozando con sus cabezas las encinas de grandes ramas. Son hijos del rey, sí, pero, qué cerca están de quedar enganchados en alguna tentación que les asedia. No cortan la naturaleza carnal. No se niegan a sí mismos. ¡No saben por cuán poco escapan de quedar “suspendidos entre el cielo y la tierra”! Es inevitable que nuestros mulos pasen debajo de encinas de grandes ramas. El pecado está en el mundo y ataca de muchas maneras. Pero si al pecado que está afuera le concedemos entrada, aceptando la pecaminosidad que convive en nuestros miembros, eso equivale a convivir con una cabellera larga, que ojalá que no, pero que quizá sí, nos deje “colgados entre el cielo y la tierra”.

El apóstol Pablo dice: Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros,… cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia…” (Col.3:5) y en otro lugar también dice: “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a deseos engañosos… y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad”.(Ef.4:22,24).

¿Quién atravesó a Absalón?

No fue David, sino uno de sus hombres. Uno de los fieles de David, para quien Uno solo era el Rey. También así, si a nosotros nos traspasaren tres saetas, no digamos que fue Dios. Porque la orden de Dios es que su hijo no sea tocado. Su misericordia y su gracia no se apartan de nosotros, aún cuando nuestros pecados crecen desmedida-mente contra él. Pero otros siervos del Altísimo no dejarán pasar la ofensa. La justicia y la ira de Dios no dan paso al pecado. ¿Quién atravesó a Absalón? La justicia lo enfrentó en batalla y la ira de Dios, su juicio, lo mató.

¿Y qué de nosotros? ¿Evitaremos la acción de Su Justicia y de Su Ira, solamente porque reclamemos en alta voz que somos hijos de Dios, que hemos alcanzado misericordia y que en nosotros hay de la vida de nuestro Padre? Si en nuestro ser crecen como en Absalón las envidias, los orgullos y los malos pensamientos, ¿evitaremos las saetas con esos argumentos?

Ciertamente que si estas cosas viven en nosotros, como decíamos al comienzo, están creciendo. Sin embargo, hay algo que nosotros hemos obtenido, y es nuestra salida.

En medio de aquellas lágrimas, David clamó: “¡Quién me diera que muriera yo en lugar de tí, Absalón, hijo mío, hijo mío!”. David deseaba haber sido él quien muriera, y no su hijo Absalón. Pero no podía más que eso: desear.

En cambio, nuestro Dios no solamente lo deseó. Él pudo hacerlo; Él sí murió en lugar nuestro, para que nosotros pudiésemos tener vida.

Nuestra naturaleza carnal pecaminosa fue puesta en el Hijo de Dios y fue crucificada, y murió y fue a los infiernos con Él. Nosotros no debemos esperar a que nuestra naturaleza carnal y pecaminosa se muera de vieja -o nos mate antes-, sino que la tenemos que traer a la cruz, pues allí es donde muere. Cuando venimos delante del Señor en la cruz, y ponemos en Él nuestro ser, se produce la muerte. He aquí nuestra salvación: La cruz del Cordero de Dios, que murió en nuestro lugar. Allí, eso que vivía y crecía, ya no crece más. Es cortado, por el sacrificio de Jesús.

No convivamos con nuestra naturaleza de pecado, no dejemos que crezca; no la recortemos un poco solamente cuando nos moleste. Puede no ser suficiente. Lo que quede podría engancharse en alguna encina, y si quedaremos suspendidos entre el cielo y la tierra, ¿cómo escaparíamos de la ira de Dios?

Busquemos andar en los caminos de nuestro Padre. Teniendo a Uno quien ha muerto por nuestros pecados, honremos Su obra por nosotros, y seamos limpiados, no dando lugar a nuestra vieja naturaleza, sino poniéndola sobre la cruz del Cordero de Dios.

Y mientras esperamos el momento de la crucifixión de nuestros pecados, recortémoslos… porque (recordemos) mientras no mueran, siempre crecen.

Absalón había recibido vida y crecimiento para heredar al rey, pero lo perdió todo porque dejó crecer en su seno lo equivocado. David lloró por su hijo.

¿Llorará Jehová Dios por nosotros por la misma razón?

Dijimos que esta pregunta nos la haríamos de nuevo.